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  • A.G. Marín

El monstruo debajo de mi cama

Actualizado: 8 jul 2019

Hay un monstruo debajo de mi cama. Pero no es un monstruo cualquiera. Es un glotón que se alimenta de mi incertidumbre, de mi debilidad, de mi atención. No se siente satisfecho con espantarme, a veces no me deja en paz aunque esté en la esquina de la habitación, con la cabeza entre las piernas, tapándome los oídos y rogándole entre sollozos que pare.


Hay un monstruo debajo de mi cama y lo peor es que no se queda ahí debajo. Sale y a veces me sigue. Me visita constantemente, unas temporadas más que otras. Y aunque es un huésped habitual, no sé mucho acerca de él. No sé de dónde viene o qué hace aquí. Lo que sí sé, es que su momento preferido para visitarme es cuando el sol se oculta. Se escabulle, esperando el momento oportuno para salir de ahí abajo y atormentarme. Otras veces se disfraza y me sorprende de día. En la escuela, en los viajes largos, incluso en compañía.


No le gusta que lo vea. Siempre me obliga a cerrar los ojos en su presencia. Lo que sí le gusta es que lo escuche y su voz es una ausencia de luz, un pasillo sin entrada ni salida. Sus paredes se sienten inestables, como una melodía de una caja musical rota. Habla y no para. Su sonido es como un espejo, cuyo eco es tan familiar que a veces confundo con mis propias cuerdas vocales. Pero le gusta engañarme y sé que estas ideas no salen de mi mente, sino de su fuerza. Es tan fuerte su eco que retumba en mi pecho y revuelve mi estómago. Como un dictador, me doblega a su voluntad con su palabra, tan imponente que pierdo capacidad de raciocinio. Se pega a mí como una sustancia viscosa de la que no me sé deshacer.


Me conoce muy bien. Me manipula, convence a mi mente de que es débil y me despoja de mis méritos. Usa mi ignorancia como herramienta para sembrar temores y miedos y el resto de la noche se dedica a sembrarlos. Succiona mi tranquilidad y pierdo voluntad de lucha.


La huella de su visita queda plasmada en mis ojeras, en mis ojos hinchados, en mi dolor de cabeza, en el cansancio con el que tengo que enfrentar a los fenómenos de la vida cotidiana. Sin embargo, a las pocas horas del día, el sol, como buen amigo, logra fortalecerme y consolarme. Pero siempre tiene que irse y me sostengo a las paredes de cartón que construí con el poco tiempo que tuve de luz y esas son paredes muy débiles.


He intentado hablar con él, de llegar a un acuerdo, pero su voz recorre cada rincón en tiempo récord y me vuelve a tumbar. Hacerle preguntas es darle ventaja, se ríe y continúa. Su risa, que me deja un sabor tan amargo en la boca. Siempre le pido que pare, que quiero dormir, que quiero salud, que quiero paz. De nuevo, se ríe y continúa.


Algo he aprendido de los meses que he tenido que convivir con él: que las paredes de cemento son mucho más fuertes que las de cartón, pero requieren de más tiempo y dedicación, pues se trabajan aún de noche, aún con él aquí. A veces no me da miedo mirar debajo de mi cama, pero es un arte que no he logrado amaestrar.


Hay un monstruo debajo de mi cama y sé que la mía no es su único refugio. Quién sabe cuántas más asalte cada noche.

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